19.2.13

Magdalena recorrió el Sur

Un paquete de magdalenas. En un kiosko. En una de las calles más tranquilas del centro de Calafate. Al día siguiente nos esperaba una travesía larguísima e impactante, y sabíamos que íbamos a necesitar provisiones, así que lo compramos después de mirar la góndola por un rato. Hacía tan sólo unas horas que un vuelo muy corto nos había llevado desde el frío y la paz de Ushuaia con sus mejillas rosadas, hasta la ciudad de los glaciares.
Con los bollitos de vainilla asegurados continuamos el camino. Botas de trekking alquiladas golpeaban la pierna derecha, un borcego en la izquierda (pero esa es otra historia), la polera descansando porque el cambio de provincia se había encargado de sumar puntos en la temperatura.


Caminamos para el lado incorrecto, pero ¿hay direcciones incorrectas cuando apenas descubrimos los rincones que no conocemos? Dimos vueltas y volvimos a empezar, empapándonos de nuevas calles. Se asomó la costanera con su nombre presidencial y al fin vimos Bahía Redonda: ventosa como todas las costas, la gloria para dos porteñas que se escapan de los treinta y tantos grados de la llanura. Nos sentamos y las bolsas amenazaron con escapar, soñamos con un mate, pensamos que no hay mejor magia que descubrir que una ciudad puede ser desierto, centro bonaerense, artesanías de colores y hielos majestuosos, todo por el precio de una.


Esa noche el paquete se quedó en la repisa. El televisor a la izquierda, la mesa a la derecha. A la mañana nos quedamos dormidas, corrimos, lo guardamos sorpresivamente sin contarle a dónde iba. Una combi. Después un micro más grande. Las mismas palabras en español y en inglés. Escuchó que llegaba a la Curva de los Suspiros, se cayó cuando liberamos la cámara de su encierro. Había algo a lo lejos, pero todo iba a seguir oscuro. Más rutas hasta el puerto “Bajo las sombras” y los baches se transformaron en pequeñas olas que se deslizaron sobre el Lago Argentino.


Te esperaba un largo camino en la mochila. La altitud aumentaba. Estuvimos una hora subiendo la montaña, senderos angostos y una vista blanca y helada hacia el costado que sabía llevarse todo el oxígeno. Tras una diminuta avalancha de piedras y el paso por más y más curvas, un caramelo de dulce de leche calmando el pulso acelerado anunció que habíamos llegado. Las zapatillas ya no alcanzaban, las púas se adherían al hielo y avanzábamos: hacia arriba, hacia abajo y a través de las grietas. Pasaron ¿4 horas? ¿5 horas? Sólo podemos decir que jamás en la vida vimos algo igual. Y él tampoco.


Después de superar una zona escarpada, la paz helada e interminable nos invitó a sentarnos porque era la hora de comer. Abrimos el paquete sentadas en un rincón sobre la superficie del Perito Moreno, los dedos se liberaron de los guantes y retiraron el envoltorio para dar lugar a la masa esponjosa ¡Qué lejos habías llegado! Y no había terminado ahí, te esperaba el camino inverso, exactamente igual, hasta la repisa en la que dormiste aquella noche.


Descansamos. Y volviste a la mochila, después de un desayuno fugaz. Más rutas y otro barco: pero esta vez nos quedábamos sobre el agua. Esperaste paciente en el asiento. Recorrimos la ciudad de hielo durante horas. Los castillos helados superaban los pequeños témpanos que iniciaron la navegación y cada nuevo glaciar nos recordaba, desde la cubierta, que esas imágenes casi imposibles estaban realmente ahí. Nos salvaste la tarde, una vez más, pero eras rendidor y aún te faltaba mucho. La tercera noche te dejamos en el hotel y volvimos con más charlas que no te contamos.


Volvió a salir el sol (que recién se había escondido a las 10 de la noche del día anterior), te quedaste en la recepción del hotel mientras conocíamos el bar más hermoso de la zona. Te pido perdón, mi fiel acompañante. También te debo una disculpa, porque a las 16 hs decidí que era mejor embarcar la mochila y cruzaste fronteras por aire desde la bodega, esas mismas líneas que nos mostraba Google Maps pero en tiempo real. Te traje hasta Ezeiza y el calor se durmió en el plástico.


Hace unas horas se acabó el paquete junto a un vaso de leche fría. Mientras sentía el sabor pensé que después de todo no se trataba de una magdalena común. Había estado en mi mochila todo el tiempo y sin buscarlo, había recorrido alturas y kilómetros. Muchas de ellas sueñan con las frases de Proust: ser damas del tiempo, emperatrices del recuerdo, dueñas de nuestra conciencia y guardianas de los grandes momentos. Pienso que tiene un gran mérito, y aunque su historia no haya sido publicada en unos cuantos idiomas, ni filmada cual travesía en “Coffee & TV”, sí se merece algunos párrafos. Después de todo, Magdalena, recorrió el sur.


Agu Miglio.-
[
Descubriendo la cotidianidad.
Reflejando
su magia en cada trazo.
El
arte color vainilla. ]